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La peste, la epidemia que asoló Atenas en plena guerra con Esparta

(12/04/22 - Historia)-.En el 430 a.C. Atenas se encontraba enzarzada en una lucha sin cuartel con Esparta por el control de toda Grecia, las llamadas Guerras del Peloponeso. La imponente flota ateniense dominaba el mar, donde el político Pericles había conquistado un extenso imperio repartido por todas las islas del Egeo. En tierra, sin embargo, predominaba el control de los espartanos, que habían llegado hasta la misma Atenas con un numeroso ejército.

La peor epidemia que sufrió la Antigua Grecia fue sin duda el brote de peste que asoló la ciudad de Atenas durante el siglo V a.C. La medicina de la época no pudo poner freno a esta terrible plaga que terminó con las vidas de una cuarta parte de los habitantes de la ciudad.

Los atenienses se refugiaron confiadamente tras las murallas mientras el enemigo devastaba los campos del Ática. Gracias a que el suministro de grano y las comunicaciones atenienses estaban asegurados por las naves de guerra, la ciudad se podía permitir el lujo de permanecer bajo asedio durante años y atacar mientras tanto las costas enemigas con impunidad.

Con lo que no contaban era conque una de las naves de transporte, procedente de Egipto, traería consigo una mortal enfermedad que arrasaría la ciudad y debilitaría a su ejército y flota durante el resto de la guerra.

La epidemia se desata

De repente, los médicos atenienses empezaron a documentar los primeros casos de una nueva enfermedad. Estos fueron diagnosticados, como ha sucedido numerosas veces en la historia, entre los marineros y descargadores del muelle, que en un principio culparon de ello a un supuesto envenenamiento espartano de las reservas de agua. Pronto, la enfermedad llamó a las puertas de Atenas, donde se cebó con la masa formada por los ciudadanos y los refugiados llegados a causa del conflicto bélico.

Los casos empezaron a multiplicarse de forma alarmante: viejos y jóvenes caían por igual víctimas de los síntomas imparables de la plaga ante la impotencia de sanadores y sacerdotes, que nada podían hacer para salvar a los infectados ni para prevenir nuevos contagios. Los mismos templos se llenaron pronto de enfermos que suplicaban a los dioses que los libraran del terrible mal, y se convirtieron así en auténticos focos de contagio que eran rehuidos por los que todavía se encontraban sanos.

El historiador Tucídides fue víctima de la plaga, y precisamente gracias a él ha llegado hasta la actualidad un desgarrador relato de lo sucedido. Según su testimonio, la enfermedad acabó en pocos días con todos los médicos de la ciudad, pues “ignorantes como eran de la manera apropiada de tratarla, […] caían ellos mismos a montones”.

Los contagiados quedaron así totalmente desatendidos, sus familiares y amigos evitaban el contacto por temor a infectarse, y las pocas almas caritativas que acudían en su ayuda acaban por caer víctimas de la enfermedad, con lo que contribuían a su mayor y más rápida expansión por la ciudad.

Une enfermedad atroz

Las primeras señales del contagio eran una ardiente fiebre acompañada de la irritación de cuello y lengua que, según cuenta Tucídides, producían “un aliento fétido y antinatural”. Les seguían vómitos y arcadas que, en consecuencia, dejaban al paciente sin fuerza y postrado en la cama. La peor fase de la enfermedad se iniciaba con la aparición de úlceras por todo el cuerpo, junto con una subida todavía más acentuada de la temperatura corporal que impulsaba al enfermo a desprenderse de toda la ropa. El dolor provocado por las úlceras y el malestar generado por la fiebre les impedía dormir, por lo que tampoco podían encontrar alivio a su sufrimiento en el sueño.

Uno de los efectos más característicos de la pestilencia era la insoportable sed que llevaba a muchos a beber de manera desenfrenada, algunos incluso “se arrojaban a las cisternas de agua en sus agonías provocadas por una sed insaciable”. Sin embargo, esta sensación de continua deshidratación nunca era saciada.

El episodio final, a partir del séptimo día de iniciarse la enfermedad, consistía en la ulceración del estómago, que derivaba en diarreas, la imposibilidad de digerir los alimentos y una debilidad que para muchos era letal. La gangrena aparecía en las manos y pies de algunos de los contagiados, por lo que muchos perdieron algún dedo de sus extremidades antes de sucumbir a la plaga. Los pocos que conseguían superar esta fase final conseguían recuperarse, pero llevaban para siempre las marcas de la enfermedad en forma de cicatrices causadas por las úlceras.

Tradicionalmente se ha identificado esta dolencia con un brote de Peste Bubónica, pero en base al estudio de los síntomas y la progresión de la enfermedad, ciertos investigadores actuales la han concluido que también podría deberse a una epidemia de viruela o incluso de tifus.


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