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El hallazgo de la tumba de Maya, el tesorero de Tutankamón

(30/11/22 - Arqueología)-.En 1975, el arqueólogo británico Geoffrey Martin, de la Egypt Exploration Society, inició en la necrópolis de Saqqara la búsqueda de una tumba muy especial: la del hombre de confianza del faraón niño Tutankamón, el influyente y poderoso Maya. Pero la localización de la tumba de este importante personaje, que ostentó los cargos de supervisor del tesoro, jefe de los trabajos en la necrópolis y director del festival de Amón en Karnak, ya había sido descubierta años antes.

Geoffrey Martin inició en la necrópolis de Saqqara la búsqueda de una tumba muy especial: la del hombre de confianza de Tutankamón, el influyente y poderoso Maya.

El coleccionista de antigüedades italiano Giovanni d'Anastasi había explorado el patio de la tumba de Maya, llevándose tres hermosas estatuas de piedra caliza del tesorero y su esposa Merit que vendió al Museo de Antigüedades de Leiden en 1828. Años después, en 1843, el arqueólogo alemán Richard Lepsius, al frente de la Expedición Prusiana, excavó la capilla de la tumba, llevándose algunos relieves a Berlín. Pero tras su marcha, la ubicación de la sepultura cayó en el olvido.

Aparece Horemheb

Para intentar localizar la esquiva tumba de Maya, Martin contaba con un mapa que había trazado el propio Lepsius. De hecho, siguiendo sus instrucciones, el arqueólogo británico y su equipo dieron con una gran columna de piedra. Pero el mapa de Lepsius en realidad no era exacto y la columna no formaba parte de la tumba perdida de Maya. 

Sin embargo, la sorpresa de Martin cuando leyó el nombre inscrito en la columna fue mayúscula. Por casualidad había dado con la tumba de otro importante personaje del reinado de Tutankamón: nada más y nada menos que el general Horemheb, el hombre que se convertiría más tarde en el último faraón de la dinastía XVIII. 

"Quedamos convencidos de que por un milagro habíamos encontrado la durante largo tiempo perdida tumba de uno de los más famosos hombres de Egipto, Horemheb, cuyas acciones eran bien conocidas por todos los investigadores gracias a los muchos monumentos supervivientes de su reinado y otras fuentes".

Por casualidad, Martin dio con la tumba de otro importante personaje del reinado de Tutankamón: el general Horemheb, quien se convertiría más tarde en el último faraón de la dinastía XVIII.

Horemheb inició la construcción de su tumba en Saqqara antes de ser faraón, y cuando se hizo con el trono de las Dos Tierras ordenó construir una nueva tumba en el Valle de los Reyes, en la orilla occidental de Tebas, emulando a los faraones que le precedieron. La tumba de Saqqara nunca fue terminada, aunque en ella descansaron al parecer dos de sus esposas. 

Martin descubrió en una de las cámaras funerarias los huesos de Mutnodjmet, la segunda esposa de Horemheb, y los restos de un feto o recién nacido. Pero el auténtico tesoro de la tumba de Horemheb en Saqqara son sus relieves, de una gran belleza y una técnica artística excepcional. Representan al entonces general recibiendo recompensas por parte del joven faraón, así como numerosas escenas de caracter militar.

Pero el impresionante e inesperado hallazgo de la tumba de Horemheb no distrajo a Martin de su verdadero propósito: hallar la tumba de Maya. El arqueólogo y su equipo terminaron la excavación de la sepultura del general y pusieron al descubierto otras tumbas cercanas, la de una hermana y una cuñada de Ramsés II, así como las de otros personajes importantes de la época.

Por fin, Maya

A principios de 1986, concretamente el 6 de febrero, Martin y su equipo seguían excavando en Saqqara. Mientras Martin y un colega se arrastraban por el interior de un pozo recién excavado tropezaron con un escalón que parecía conducir hacia una tumba adyacente. 

En palabras del propio arqueólogo: "Transcurrieron un momento o dos mientras recorríamos la escalera, con cuidado para no alterar nada en nuestro descenso. Los antiguos ladrones debieron de pasar por aquel lugar al abandonar las cámaras subterráneas y siempre había la posibilidad de que hubieran dejado caer algo en su ansiedad por escapar al aire fresco de arriba. No esperábamos hallar nada espectacular y en aquellos momentos estábamos ocupados en el prosaico asunto de poner en posición el cable de nuestro generador, situado en el desierto, unos 25 metros por encima de nuestras cabezas. Pasaron uno o dos segundos; mi colega holandés y yo alzamos la bombilla y miramos hacia abajo, más allá de la escalera. No estábamos en absoluto preparados para lo que vieron nuestros ojos: ¡Una habitación llena de relieves tallados, pintados de un intenso color amarillo dorado!". 

El colega de Martin, el arqueólogo holandés Jacobus Van Dijk, del Museo de Antigüedades de Leiden, estudió el texto de los relieves con cuidado y, cuando finalizó, su rostro mostraba una clara expresión de sorpresa: "Dios mío, es Maya", exclamó.

Martin sabía que sobre ellos se encontraba la superestructura del sepulcro. A partir de aquí, los arqueólogos tenían dos posibilidades: podían vaciar el bloqueado corredor y penetrar en las cámaras funerarias (tal vez repletas de maravillas) o podían sellar la zona y el pozo que habían descubierto por casualidad y posponer la excavación de la subestructura hasta la temporada siguiente. 

Martin se decidió por esta última opción ante el asombro general. ¿Cómo podía el arqueólogo contener su impaciencia? Según Martin, "las razones son directas, incluso prosaicas: los arqueólogos no son cazadores de tesoros. El trabajo subterráneo necesitaría en cualquier caso una previsión y planificación cuidadosas, y logísticamente era mucho más sensato trabajar desde la superficie del desierto hacia abajo que a la inversa".

Martin decidió sellar la zona y el pozo que habían descubierto y dejar la excavación de la subestructura hasta la temporada siguiente.

Martin y su equipo tuvieron que esperar dos largos años para excavar la tumba de Maya. Por desgracia, había sido saqueada en la Antigüedad, como la mayoría de tumbas del País del Nilo. Pero el arqueólogo encontró en su interior indicios de que su contenido debió de haber sido suntuoso. 

El suelo estaba repleto de fragmentos de láminas de oro que seguramente recubrieron los ataúdes, así como de numerosos objetos funerarios dejados allí por los saqueadores en su huida. También se recuperaron eslabones de una cadena de oro y fragmentos de marfil tallado que habrían formado parte de la decoración de muebles y cajas. 

Lo único que los arqueólogos hallaron intacto en el interior de la tumba fueron doce jarras de cerámica. Pero las tapas que las sellaban también habían sido rotas por los ladrones para comprobar si había algo valioso en su interior. Cuando Martin miró dentro supo porqué los saqueadores las dejaron allí y no se molestaron en llevárselas: sólo contenían harina y pan.

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