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¿Y los bunkers dónde están?

(04/05/20 - Opinión *Por Leticia Amato)-.
Todo lo que el hombre puede ganar
 al juego de la peste y de la vida
 es el conocimiento y el recuerdo.

La peste, A. Camus


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Más allá de lo alucinantemente distópicos que suenan estos lemas, parece que el 1% más rico del mundo no pierde el tiempo. Hace ya algunos años, los dueños de varias empresas  importantes de Sillicon Valley adquirieron sus lujosas casas bajo tierra (bunkers anticatástrofe), a prueba de todo: guerras nucleares, tsunamis mundiales y, desde luego, pandemias.

Es así como, una vez más, el presente nos susurra al oído un secreto a voces: ni éste, ni ningún otro virus trata a todos los seres humanos por igual.

Basta recordar las sucesivas oleadas de cólera, fiebre amarilla y gripe española que llegaron a nuestra región desde 1868 hasta bien entrado el siglo XX, dejando un tendal de fallecidos a su paso. ¿Qué clase de hombres y mujeres morían, en su mayoría, durante aquellas epidemias? Trabajadoras, obreros, negros y mulatos. Hacinados, desatendidas, abandonados a su suerte. Es decir, casi en su totalidad, pobres.

Narran las crónicas de la época que: al vivir en condiciones miserables, la población negra, se transformó en uno de los grupos con mayor tasa de contagio. El ejército cercó las zonas donde residían y no les permitió emigrar hacia el Barrio Norte, donde la población blanca se estableció y escapó de la calamidad. Murieron masivamente y fueron sepultados en fosas comunes. En 1919, durante la epidemia de gripe amarilla, se confirma que las provincias que tuvieron una tasa de mortalidad más alta fueron las más pobres, donde había menos médicos, donde las condiciones sanitarias eran peores y donde las tasas de analfabetismo eran superiores.

Lejos de igualarnos en la condición de enfermos, el ¿nuevo? virus que asola a la humanidad en esta ocasión expone de manera patente un tan doloroso como irrefutable axioma: la vida se divide, dirime y disputa, entre los sectores desposeídos –paradójicamente- mayoritarios de la sociedad mundial, y el segmento minoritario, poseedor de los recursos económicos y naturales del planeta.

En otras palabras, unos estarán mejor alimentados para hacer frente a esta enfermedad, tendrán espacio para realizar el aislamiento social obligatorio, contarán con asistencia médica y respiradores, serán atendidos o, eventualmente, no morirán solos y, cuando finalmente se descubra, tendrán asegurado el acceso a la vacuna.

Pero, ¿qué será de los adultos mayores confinados a subsistir en barrios que se inundan, sin cloacas, o en hogares donde no hay piso por donde pasar el trapo con lavandina que recomienda la OMS como medida de higiene preventiva? ¿Qué sucederá con los miles de migrantes que sobreviven en paupérrimas condiciones, encerrados a la intemperie en esa suerte de limbo legal y geográfico que llaman eufemísticamente campos de refugiados? ¿Cómo afrontarán el desafío del distanciamiento quienes están privados de su libertad, hacinados en cárceles superpobladas?

El dato ineludible de la realidad, la constante que se repite, el conocimiento que nos ofrece la historia, es que el lento pero persistente abandono del sistema de salud pública y con ello el derecho humano a la atención de la salud, sumado a las carentes, o inexistentes, condiciones de salubridad e higiene fueron y serán el caldo de cultivo ideal para el avance –y el también resurgimiento- de la peste.

(*) Periodista. Secretaria de Asuntos Profesionales de la UTPBA. Miembro de la Secretaría de Juventud y Nuevas Tecnologías de la Federación Latinoamericana de Periodistas – FELAP.

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